Hubo un tiempo en que los apóstoles de la religión climática se conformaban con predicciones histéricas que auguraban en unas pocas décadas el deshielo de los casquetes polares, la desaparición de islas y regiones enteras por efecto de la subida del nivel de las aguas, etcétera. Pero estas predicciones resultaron fallidas (resulta tronchante leer hoy las desquiciadas noticias que hace veinte años publicaba la prensa sistémica, para instalar el miedo entre zoquetes y fanáticos); y se corría el riesgo de que la gente menos cretinizada empezase a pisparse del embeleco. Así que los apóstoles de la religión climática cambiaron su estrategia y decidieron aprovechar la atención mediática que suscitan las catástrofes naturales para alimentar el fraude. Esta ligazón turulata entre catástrofes naturales y 'cambio climático' resulta un cebo infalible para la prensa sistémica, que cuanto más se inclina al sensacionalismo en este asunto más generoso unte recibe. Y, además, se trata de una ligazón pintiparada para políticos baldragas y bellacos que, echando al 'cambio climático' las culpas de las catástrofes naturales, consiguen que nadie señale su incompetencia o falta de previsión.
No debe extrañarnos, pues, que el doctor Sánchez haya achacado la culpa de los recientes incendios (como antes hizo con las inundaciones levantinas) al 'cambio climático', aunque mientras repetía su cantinela estuviesen siendo detenidos decenas de incendiarios. El doctor Sánchez utiliza incendios e inundaciones para difundir la religión climática porque sabe que, ante imágenes de catástrofes, se activa nuestro cerebro reptiliano, que genera respuestas instintivas y no razonadas. Y, además, cuenta con la complicidad de la prensa sistémica, que en lugar de investigar los móviles de esas decenas de incendiaros detenidos, se dedica a propalar bulos grotescos, atribuyendo a la 'ola de calor' una pavorosa mortandad (que lo mismo se podría atribuir a las desavenencias conyugales o al reguetón, pues en su mayoría es mortandad de personas moribundas o de salud muy delicada), o exhibiendo en los telediarios mapas dantescos de España, con una escala cromática que evoluciona desde el bermellón al más cárdeno granate.
A esta misión de activar los cerebros reptilianos contribuyen también las agencias meteorológicas, convertidas en oficinas de propaganda al servicio de la agenda climática que no contextualizan los datos que proporcionan. Así, por ejemplo, cuando miden las temperaturas y las comparan con otras de tiempos pretéritos, nunca aluden al afecto 'isla de calor urbano'; y jamás comparan temperaturas pretéritas del medio rural con la actuales, pues se percibiría (salvo allá donde haya parques solares, que crean microclimas infernales) que apenas se han producido variaciones durante las últimas décadas. También realizan mediciones superferolíticas de la 'temperatura de los mares', como si una masa ingente de agua ondulante, expuesta a corrientes internas de muy diversas procedencia, sometida a pleamares y bajamares por el efecto gravitatorio y zarandeada por el viento pudiese tener una 'temperatura' uniforme. Si la temperatura de nuestra boca y la de nuestro sobaco son distintas, ¿cómo se puede pretender que sea la misma la 'temperatura de los mares'?
La ciencia meteorológica seria se halla todavía en pañales. Tan en pañales como que sus pronósticos nunca se pueden extender más allá de cuatro o cinco días (y aún así los errores, a veces garrafales, son frecuentes). Cuando se hacen pronósticos a más largo plazo (no digamos cuando se habla de años o décadas), nos hallamos ante engañifas burdas y especulaciones arbitrarias, por muy envueltas que se presenten en jerigonza cientifista. No debemos olvidar que fenómenos naturales como la erupción del volcán de La Palma o las inundaciones de Valencia provocadas por la última gota fría no fueron predichos ni siquiera veinticuatro horas antes de que ocurrieran. Y los tipos que fueron incapaces de anticipar aquellas catástrofes son los mismos que nos acongojan con lo que ocurrirá dentro de una década o un siglo.
Pero toda la alfalfa de la religión climática es comulgada con unción por hordas de zoquetes y fanáticos, que –como señalaba Unamuno– «apenas sospechan el mar desconocido que se extiende por todas partes en torno al islote de la ciencia, ni sospechan que a medida que ascendemos por la montaña que corona al islote, ese mar crece y se ensancha a nuestros ojos, que por cada problema resuelto surgen veinte problemas por resolver». En efecto, no hay conocimiento posible sin conciencia de las muchas realidades naturales que ignoramos. Sólo sabemos que nunca ha habido un clima estable sobre la faz de la Tierra; siempre el clima ha estado variando, como nos demuestran los más serios estudios geológicos: a épocas cálidas, incluso tórridas, se han sucedido épocas frías, incluso gélidas. Providencialmente, nosotros vivimos en una era interglaciar que lleva durando, con sus altibajos, más de diez mil años, y es la que ha propiciado el florecimiento de una civilización admirable que ahora los apóstoles de la religión climática están dispuestos a derruir, para enriquecerse a mansalva. Desean imponer una tiranía maltusiana que, mientras siembra el pánico en nuestros cerebros reptilianos, arrasa nuestra economía productiva e impone formas alternativas y costosísimas de energía que sólo sirven para disparar los precios y así engordar el reinado plutocrático mundial. Nos instilan el pánico a un apocalipsis climático inventado, en un experimento de biopolítica sin precedentes, para succionar la riqueza que aún no controlan, mientras nos convierten en chatarra humana resignada al expolio espiritual y a una pobreza creciente. Si no nos rebelamos, lo conseguirán muy pronto.
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