miércoles, 11 de junio de 2025

NADIE GARANTIZA LA SUPERVIVENCIA DE ESPAÑA


Hace casi 2.500 años Heródoto advertía al lector de su Historia que en ella se ocuparía por igual «de las pequeñas y de las grandes ciudades, ya que las que antaño eran grandes, en su mayoría son ahora pequeñas; y las que en mis días eran grandes, fueron antes pequeñas, pues el bienestar humano nunca es permanente».

En efecto, el destino de los pueblos ―como el de los individuos― no está escrito en piedra. A lo largo de los tiempos, países e imperios poderosos desaparecieron de la faz de la Tierra y de la memoria de los hombres. Sociedades que gozaban de una avanzada civilización cayeron en la barbarie, y pueblos que daban por sentada una vida normal amanecieron un día para comprobar asombrados que la ley y la justicia habían desaparecido y la libertad les había sido arrebatada.

La Historia, por tanto, nos enseña que no podemos dar nada por sentado. El progreso civilizacional, económico o social de un país no es constante ni lineal, sino que está sometido a grandes cambios. Algunos de ellos son fruto del azar, pero la mayoría son fruto de la acción humana.

Nadie garantiza la supervivencia de España

En este sentido, nadie garantiza que nuestra vieja y querida España continúe existiendo tal y como la conocemos, o que mantenga las fronteras peninsulares que, con la excepción del nacimiento de Portugal, son hoy prácticamente idénticas a las que tenía hace casi 1.500 años en tiempos del rey visigodo Suintila, el primero en reinar «sobre toda la Hispania peninsular», en palabras de su coetáneo San Isidoro de Sevilla. Tampoco tenemos garantizado que la relativa paz, unidad y libertad de que gozamos se mantengan.

En este contexto, el régimen del 78, debilitado por sus propias carencias y carcomido por el subrepticio cambio de régimen ocurrido en marzo de 2004, está siendo sistemáticamente demolido por el PSOE de Sánchez. Así, España ha pasado de rodar con extraordinaria suavidad pendiente abajo ―como diría Dickens― a ser empujada rápidamente hacia el precipicio.

Como saben mis lectores, no suelo escribir sobre política española, pero la situación se ha deteriorado tanto ―como era previsible tras el resultado de las elecciones del 2023― que consideraría casi una omisión de deber no hacerlo. No es hipérbole: bajo la apariencia externa de normalidad y el espejismo de una economía dopada, España se dirige hacia una crisis existencial.

La demolición de Sánchez

Naturalmente, la causa próxima es la malignidad de un gobierno completamente subversivo que se parece cada vez más a una banda organizada para la que la ley, el pudor, la ética, la verdad, la justicia y el interés nacional no significan absolutamente nada. Los rasgos psicopáticos del presidente permean toda la acción gubernamental, aunque, sin duda, existirá alguna excepción: incluso en la familia de los Golfos Apandadores, en la que todos eran delincuentes, había un primo honrado que era considerado la oveja negra de la familia. Plagado de personajes chabacanos y sin escrúpulos, de confirmarse todos sus presuntos escándalos es probable que este gobierno pase a la historia como el más corrupto de nuestra democracia.

La situación es tan grave que ya no resulta inimaginable que el propio Sánchez acabe siendo investigado. Conceptualmente, esto no debería sorprendernos: como escribí al respecto hace un lustro, «al psicópata no le frenan argumentos morales o lógicos, ni el miedo a producirse daño a sí mismo o a otros, ni tampoco el pudor ante el descubrimiento de sus felonías: al psicópata sólo le frena la ley».

Sánchez no sólo carece de límites, sino que posee una marcada ideología de extrema izquierda que suele pasarse por alto y que convierte en natural su alianza con los comunistas. Asimismo, para mantenerse en el poder, no duda en sacrificar los intereses nacionales y retorcer la Constitución con la complicidad del presidente (¿comisario político?) del Tribunal Constitucional, que parece bordear la prevaricación con frecuencia.

Por lo tanto, librarnos de este gobierno constituye ya una emergencia nacional, algo en lo que coincide una mayoría creciente de españoles. Dicho eso, descorazona que la mayoría no sea casi unánime, pero muchos votantes son carne de cañón para las manipulaciones más simplonas y otros se muestran susceptibles de vender su voto a cambio de un subsidio. También existe una masa de votantes de izquierda que, como perros de Pávlov, votan cegados por reflejos condicionados al oír la consigna de «que viene la ultraderecha», por encima de cualquier otra lógica o consideración.

Todo ello conduce a que se esté normalizando una situación que causa estupor. El goteo de escándalos es incesante. El fiscal general y un ex ministro de Sánchez (su ex lugarteniente en el PSOE) están investigados por el Tribunal Supremo; además de los graves delitos por los que se les investiga, este último presuntamente mantenía con dinero público un harén de prostitutas. La esposa y el hermano del presidente —que aparentemente goza del privilegio de ser defendido por el propio Ministerio de Hacienda— también están investigados por presuntos delitos. Finalmente, de acuerdo con informaciones públicas, parece haber militantes del PSOE ocupadas en obtener información para desacreditar a jueces y guardias civiles. Mientras, varios ministros calumnian a un ex oficial de la UCO acusándole burda y falsamente de insinuar un atentado contra el presidente del gobierno. Todo muy normal.

Sin embargo, el problema se agudiza cuando quien normaliza esta situación tan profundamente anormal es el principal partido de la oposición.

El PP: ¿un partido inútil?

Comencemos por el elefante en la habitación: es un secreto a voces que el actual líder de la oposición no está cualificado para el puesto. Su historial en Galicia generaba dudas, pues sus mayorías absolutas se apoyaban en ser casi tan socialista como el PSdeG y casi tan nacionalista como el BNG. De hecho, no fue elegido por sus ideas o convicciones (claramente socialdemócratas), sino porque supuestamente ganaba elecciones. Asimismo, durante el covid se convirtió en el campeón liberticida de aquel experimento totalitario imponiendo multas de hasta 60.000 euros a quienes decidieran no vacunarse. Fue el único que hizo algo así, lo que me parece relevante para comprender su concepto de libertad.

Con escaso tirón e inseguro, con buenas razones para serlo, se ha convertido en especialista en desperdiciar balones a puerta vacía: no es que falle, es que renuncia a tirar. Como Rajoy, cree que la oposición consiste en coger turno, ponerse a la cola y esperar a que te toque mientras organizas estériles manifestaciones para fingir que haces algo. Tras el fracaso de 2023 debió haber dimitido, pero no lo hizo.

Por otro lado, el nivel de preocupación real de Feijoo y los suyos por la situación de España resulta dudoso. Así, parecen limitarse a observar la destrucción del país con humor gallego, chascarrillos inoportunos y poco más. Denuncian a «la mafia» gubernamental, pero al día siguiente se reúnen con ella con total normalidad en la ampulosamente llamada Conferencia de presidentes, donde manifiestan mayor incomodidad con un gesto de la presidente de Madrid ―harta de la estupidez de la traducción simultánea entre españoles― que con el vandalismo de Sánchez.

En definitiva, el gobierno más destructivo de los últimos 80 años se felicita incrédulo todas las mañanas por tener enfrente a la oposición flower power más meliflua de la historia, que, como toro manso, se defiende en lugar de atacar y tiene una permanente querencia a tablas. Para una masa creciente de sus propios votantes, esta carencia de osadía resulta inexplicable y desconcertante.

Sin embargo, erraríamos si nos limitamos a personalizar este problema en la actual dirección del partido. En efecto, desde 2004 el PP adolece de unas patologías que desgraciadamente lo han transformado, por ahora, en un partido inútil para reformar España. En realidad, no es un partido, sino una agrupación de poder que se disuelve y vacía cuando la esperanza de alcanzarlo se apaga y se reúne de nuevo cuando se reaviva.

¿Tiene el PP como objetivo revertir la demolición institucional de Sánchez? Porque faltan horas de trabajo, pero sobre todo falta agenda, ideas o principios que le distinga del socialismo (¿cambio climático, impuestos, deuda, aborto, ideología de género, cultura del subsidio, tamaño del Estado, identidad nacional?). Este insondable vacío ideológico le lleva a asumir el lenguaje, terreno e ideario impuestos por su adversario, al que cede casi siempre la iniciativa.

Tampoco realizan un diagnóstico claro de la gravedad de la situación que atravesamos, que tiene carácter estructural y sistémico y, por tanto, precede y trasciende las tropelías de este gobierno.

Por lo tanto, no debe sorprender que desde 2004 la aparente alternancia en España encubra un unipartidismo real del cártel PP-PSOE: unas veces gobierna el equipo rojo y otras el equipo azul, con el PP convertido en la marca blanca del PSOE.

La falsa alternancia

El precedente de Rajoy es elocuente y preocupante. Desperdició miserablemente su mayoría absoluta traicionando a sus votantes. No derogó ni una sola ley ideológica de Zapatero (Memoria Histórica, ampliación del aborto, ideología de género, etc.) ni revirtió el proceso de blanqueamiento de ETA. Tampoco modificó la ley para garantizar la independencia del poder judicial, como había prometido en su programa, y subió los impuestos entre risotadas de su ministro de Hacienda tras prometer bajarlos. Todo ello le convirtió —hábil estratega— en el verdadero fundador de Vox.

En resumen, Rajoy consolidó el cambio de régimen de Zapatero, de profundo calado. Pues bien, temo que Feijoo sea Rajoy II y haga exactamente lo mismo.

Quede claro que desalojar del poder a este gobierno es lo prioritario, pero la pregunta que surge es: y luego ¿qué? Porque si no se derogan las leyes inicuas, si no se defienden ideas contrarias, ¿de qué sirve cambiar de gobierno? ¿No estaremos ante una falsa alternancia? España necesita urgentemente un cambio de rumbo, blindar la independencia de las instituciones de la contaminación partidista, eliminar la inmoral compra de votos mediante subsidios, reducir el peso del Estado y la tiranía burocrática, revertir la destructiva ingeniería social ZP-Rajoy-Sánchez y fomentar el bien común y un ethos que nos una a todos alrededor de una historia y unos valores comunes, de una celebración de nuestros éxitos compartidos desde el respeto a nuestras diferencias —con naturalidad y sin falsos victimismos—. ¿Cómo se va a abordar esta reforma desde el aldeanismo, el continuismo y la molicie?

El destino de España depende de nosotros

Nos acercamos a una encrucijada existencial y nuestro destino es incierto, pero la clase política parece incapaz de verlo. El régimen del 78 está exhausto. Los partidos han fagocitado todas las instituciones; el Estado de las Autonomías ha resultado ser una bomba de relojería en el centro de nuestro sistema político; los impuestos y las regulaciones sofocan nuestro gran potencial económico y una gigantesca deuda pública hipoteca a las futuras generaciones; los jóvenes no encuentran oportunidades ni acceso a la vivienda y se está fraguando un conflicto generacional con los pensionistas, perceptores de ese esquema Ponzi llamado Seguridad Social. Y finalmente, ni siquiera existe consenso respecto a nuestra propia identidad nacional.

Para más inri, contamos con poderosos adversarios que nos lastran, externos (algunos «socios y aliados») e internos, como es el nacionalismo provinciano y esa parte de la izquierda que se avergüenza de nuestra historia y cuestiona el propio concepto de España.

Decía Gibbon en su obra magna Decadencia y Caída del Imperio Romano que «la historia de la ruina del Imperio Romano es simple y obvia, y, en lugar de preguntarnos por qué fue destruido, deberíamos más bien sorprendernos de que hubiera subsistido tanto tiempo». Gibbon apuntaba como causa más relevante a «las hostilidades internas de los propios romanos». No querría que en los libros de Historia que leyeran las futuras generaciones la destrucción de España viniera precedida del mismo párrafo. España puede autodestruirse o renacer como el ave fénix. Depende de nosotros, pero ambas opciones están sobre la mesa.

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