Errar es humano. Herrar es de herreros. Rectificar es de sabios. Acaso por eso hay tan pocos sabios (y herreros) en nuestros días. Escribí en la prensa el 25 de mayo un artículo sobre la Nueva Deontología Médica a tenor de la última edición del Código de Deontología Médica. A través de este medio he tenido ocasión en otros artículos de expresar mi opinión respecto a la falta de autoridad y criterio con el que se ha actuado desde el colectivo médico para velar por la salud de los pacientes, nuestro principal deber, con arreglo a lo que la ciencia respalda y avala. En esta ocasión citaré tan sólo tres artículos del nuevo código en los que basaré lo que digo a continuación:
Artículo 23.1 «El médico en su actuación profesional solo debe emplear procedimientos diagnósticos y terapéuticos que cuenten con base científica.».
Artículo 23.2 «Las prácticas carentes de base científica, las inspiradas en el charlatanismo, las pseudociencias, las pseudoterapias, así como los procedimientos ilusorios o insuficientemente probados, la simulación de tratamientos médicos o quirúrgicos y el uso de productos de composición no conocida son contrarias a la Deontología Médica.»
Artículo 83.2 «El médico no debe difundir información que cree falsas expectativas, alarma social o que genere confusión o dudas respecto al cuidado, el mantenimiento o la prevención de la salud.»
Durante el verano la gente se junta, sale de su entorno habitual, cambia impresiones con otras personas de otras provincias. Hay intercambio de información, de abrazos, de gérmenes, de sonrisas,… Se hacen catarros, resfriados que algunos llaman osadamente «gripe» (gripe en verano, es lo más lógico), y la culpa, como no puede ser de otro modo, es del cambio climático a la par que de los aires acondicionados, ya que aquí lo de Zelenski entraría un poco forzado. Indudablemente hay más enfermos, más casos de fiebres y faringitis, de toses crónicas: ha vuelto el COVID.
Curiosamente, ha vuelto para hacer mella en los que se vacunaron contra él, una, dos, tres, cuatro,… veces. También se habla de los que se han ido precozmente en extrañas circunstancias, «repentinitis», o, como suele decir la prensa «por causas que no han trascendido». Pero la hartura del colectivo médico está creciendo porque cada vez es más complicado esconder lo evidente: la salud de los que se pincharon para «protegerse» no está mejor, ni mucho menos, que antes.
Cada vez son más los colegas que, desbordados por «cosas raras» despachan al paciente con un «pues será de la vacuna» aunque el paciente le espete: «Oiga, que yo no me he vacunado». Y entonces entre ofendido y saturado intenta cerrar el caso con un socorrido COVID persistente, entidad que cuenta con alrededor de 200 síntomas y a buen seguro alguno le encaja al paciente querulante. Sí, es curioso percibir cómo cada vez más colegas, sobre todo los que han tenido que soportar la sobrecarga de los desplazamientos estivales, reconocen sin pudor que todas estas medidas generalizadas tan promocionadas y cacareadas por los medios de comunicación oficiales no han tenido efectos beneficiosos para la salud, ni tan siquiera preventivos de nada. Los clichés propagandísticos de «es que se han salvado muchas vidas» «es que de no haberse vacunado hubiera sido peor» ya no se los creen ni el tío de Rafa Nadal. No obstante, como la campaña del miedo por el cambio climático también se les viene abajo (acabo de ver un vídeo muy simpático y elocuente de Juan Antonio de la Rica, menos vehemente pero igual de riguroso que antaño, sobre el CO2) hay que buscar cómo mantener el miedo, esa emoción que permite a los pusilánimes dejar de lado sus derechos y la defensa de la libertad.
Cada vez más colegas, insisto, saben que algo está cambiando en el paradigma de enfermar. Las enfermedades que estamos viendo ahora surgen a tenor de algún cambio importante introducido en el sistema inmunológico. En esencia, esto es lo que se pretende con una vacuna, actuar -en principio para bien- sobre la actividad del sistema inmunológico. Para algunos colegas es tan evidente el deterioro de los pacientes que ya sueltan la lengua ante la llegada de más y más casos que avalan sus sospechas. Pero cuidado, que frente a este comportamiento, se refresca desde los colegios de médicos la advertencia de no manifestar tal relación, ni posible ni probable, y menos en documentos escritos. Ya advirtieron hace meses que el seguro de responsabilidad civil de los médicos no cubre frente a las eventuales demandas que los profesionales tengan derivados de los efectos secundarios de las vacunas. Ante este panorama, lógicamente, lo más práctico para el médico es no reconocerlos, encogerse de hombros y mirar para otro lado o puede terminar respondiendo patrimonialmente ante una eventual demanda por daños reconocidos.
Volviendo al campo sanitario, que es el mío, las noticias se disparan para hacer ver que hay un rebrote importante de casos COVID, mucho más frecuentes y graves en personas vacunadas de COVID. Curioso, habrá que ver si es cierto, porque de hecho en muchos centros ya no se hacen pruebas diagnósticas de COVID, ni mucho menos PCRs: se llama COVID a cualquier catarro o situación febril.
Las situaciones febriles prolongadas pueden ser objeto de seguimiento en los próximos meses ya que están dando lugar a reacciones leucemoides. Son trastornos inmunológicos que se estiman producidos por mantenimiento de persistencia antigénica (estimulación inmunológica mantenida) o por pobre respuesta inmunológica, muchos de los cuales remedan leucemias, linfomas, discrasias hematológicas, que en algunos sitios tratan como tales sin serlo y en otros se esperan a ver cómo evolucionan. Pero mientras tanto, esta «alarma divulgativa» permite instaurar la vuelta de las mascarillas a algunos centros sanitarios, como si se tratase de una medida que realmente previene de algo. ¿Cómo es posible que no hayamos aprendido nada del pasado reciente? ¿Realmente existe algún estudio científico que avale el valor preventivo de las mascarillas para evitar el contagio de infecciones víricas respiratorias? Por dos veces la Colaboración Cochrane ha dejado claro que esta es una medida ineficaz, absurda y carente de fundamento científico. ¿Quién determina que sea obligatorio su uso en hospitales? ¿El gerente? ¿El consejero de sanidad? ¿El jefe de medicina preventiva? Con arreglo a lo que sabemos y teniendo en cuenta los tres artículos citados al principio, sobre todo el Artículo 83.2, hay que ver quién es el que dicta una norma veleidosa y absurda, que no repercute en la salud de los pacientes, crea alarma social y fomente conductas de amedrentamiento. Es como si al entrar en el hospital le dijesen «Pise sólo las baldosas blancas, no las negras» o «camine por los pasillos a la pata coja» «sólo se puede entrar con ropa interior blanca» «Imprescindible entrar con gorro, salvo calvos». Y los miedosos aplaudirán esta o cualquier otra medida tan absurda y sin fundamento que les sirva para hacer creer que están más seguros porque obedecen ciegamente a las autoridades políticas, que no sanitarias.
Porque ese es el verdadero drama de esta situación: que la autoridad sanitaria permanece acogotada haciendo como que lucha en el campo de la ética contra el aborto o la eutanasia, mientras permite que la población enferme de ignorancia y alimente sus fobias irracionales con los absurdos que se propagan desde los medios de comunicación. Colando mosquitos y tragándose camellos. La autoridad sanitaria permanece ajena al debate científico escuchando únicamente lo que le dicen los mandamases de la política. sin explicar las bases científicas de las medidas que nos imponen. Si conocieran la razón de su profesión tendrían muy claro de qué lado ponerse. Por este motivo y por lo que dice el Artículo 49.3 «El médico tiene la obligación deontológica de denunciar y promover la reparación de cuantas infracciones de la praxis médica se hayan podido cometer durante el trabajo en equipo», me veo una vez más en la obligación de advertir de ello a la población: errar es humano pero perseverar en el error es satánico.
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