lunes, 12 de febrero de 2024

DICTADURA SANITARIA GLOBAL



Fernando del Pino Calvo-Sotelo
12 de febrero de 2024

Todos sufrimos con la pandemia y todos padecimos las dictatoriales medidas impuestas por el poder político, que exacerbaron el trauma. Hubo, sin embargo, diferencias de percepción sobre lo que ocurría.

Muchos creyeron el relato oficial y acataron ciegamente (incluso justificaron) cuantas normas improvisaran las autoridades, por absurdas que fueran. Esta conducta es comprensible: llevados de una ingenua confianza en el principio de autoridad o sucumbiendo ante la obscena campaña de terror mediática, resultaba muy difícil combatir la histeria colectiva, más aún sin el apoyo de un estamento médico que, con escasas y valientes excepciones, nos falló. En efecto, olvidando el primum non nocere del juramento hipocrático y, a veces, el más elemental sentido común, la mayoría del gremio médico se limitó a obedecer con corrección política y celo funcionarial los protocolos que eran dictados por oscuros intereses políticos y prosaicos intereses económicos, provenientes de los largos tentáculos de la industria farmacéutica. Las secuelas psicológicas han sido terribles: según una reciente encuesta británica, quienes siguieron más a rajatabla las restricciones tienen hoy una peor salud mental —con mayores índices de estrés, ansiedad y depresión— que los que se lo tomaron con el escepticismo que merecía tal cúmulo de ridiculeces [1].

Otros contemplamos aquellos acontecimientos con crecientes dosis de recelo e indignación ante los atropellos sin precedentes que sufríamos. Asimismo, tras el shock inicial fuimos comprendiendo que ni una sola de las medidas tomadas respondía a criterios científicos sino políticos, y que la práctica totalidad de lo que afirmaban los medios era sencillamente falso y no soportaba el escrutinio de los datos.

No obstante, mientras los ciudadanos vivíamos la misma pesadilla de una forma u otra, había dos grupos analizando la situación con frialdad. El primero era la industria farmacéutica, concentrada en los gigantescos beneficios a obtener con la tecnología ARNm, disponible desde hacía tiempo, pero que jamás había recibido la aprobación de los reguladores ni la aceptación del público, al tratarse de terapias genéticas[2]. Para lograr vencer las resistencias cambiaron su nombre a vacuna y aprovecharon la demanda de una población que había sido previamente aterrorizada por una campaña de terror bien dirigida, y así lograron la autorización para su uso de emergencia. Esto implicaba un proceso de aprobación facilón con ensayos clínicos insuficientes de resultados cuestionables[3], aunque existía un último obstáculo: el uso de emergencia requería que no existiera ningún tratamiento eficaz del covid. Quizá por ello, cualquier medicamento o tratamiento prometedor (y barato) fue torpedeado, como la vitamina D utilizada de forma preventiva[4] o en pacientes ya ingresados[5], o la hidroxicloroquina, que fue retirada el mercado a pesar de existir estudios que mostraban su eficacia y seguridad en tratamiento temprano[6], particularmente en combinación con azitromicina[7], reduciendo significativamente la mortalidad del covid[8].

El otro grupo que analizaba los acontecimientos con una distancia emocional psicopática estaba formado por los yonquis del poder globalista, para quienes la pandemia se convirtió en un experimento para medir las tragaderas de la población y su capacidad de sumisión. No debe sorprender, por tanto, que el presidente del Foro Económico Mundial de Davos calificara la pandemia de «oportunidad» para imponer su megalómano Great Reset[9].

Es en este contexto en el que debemos tomar nota de una seria amenaza que está siendo ignorada, cómo no, por los medios. Efectivamente, en su 77ª Asamblea, a celebrar en mayo de este año, la OMS pretende modificar el Reglamento Sanitario Internacional y aprobar un Tratado de Pandemias que supondría el advenimiento de una dictadura sanitaria mundial en caso de una nueva pandemia, real o inventada, convirtiendo la pesadilla distópica que nos hicieron vivir durante tres años en algo recurrente. No crean las cortinas de humo falsamente tranquilizadoras de la propia OMS, de los risiblemente llamados fact-checkers o de la clase política europea: mienten como hicieron durante el covid. La amenaza es real.

Dado que el Tratado de Pandemias canoniza las tres grandes medidas tomadas durante el covid como pilares de la respuesta a futuras emergencias epidémicas, lo primero es comprender que todas ellas supusieron un fracaso colosal y sin paliativos, una completa farsa, de principio a fin. Veamos qué dice “la ciencia” sobre la eficacia del confinamiento, de las mascarillas y de las vacunas y terapias genéticas.

Confinamientos ilegales e ineficaces

Encerrar a la población copiando a la dictadura china no sólo fue un abuso de autoridad ilegal, sino una medida socialmente devastadora y epidemiológicamente estéril. Recuerden el engaño: «un par de semanas para aplanar la curva» acabaron siendo tres meses de arresto domiciliario y más de un año adicional de distintas restricciones a la libertad de movimientos dentro de nuestras propias ciudades, con toques de queda, limitación de horarios y número de comensales y un rosario de ocurrencias a cada cual más disparatada.

Los confinamientos arruinaron económica y mentalmente a millones de personas. Así, un reciente estudio basado en 600 publicaciones constata que «los daños colaterales de la respuesta a la pandemia fueron de gran alcance y dejarán tras de sí un legado de perjuicios para cientos de millones de personas en los próximos años», concluyendo que «muchas de las predicciones originales [de quienes criticamos dichas medidas] se ven ampliamente corroboradas por los datos»[10].

También fueron epidemiológicamente inútiles, pues no redujeron la mortalidad del covid. En España, por ejemplo, había 288 muertos por covid antes del confinamiento y cerca de 30.000 tras el mismo, noventa días después. Por lo tanto, cuando Sánchez afirmó que los confinamientos (o sea, él) habían salvado centenares de miles de vidas —sin que un solo medio de comunicación ni político opositor cuestionara tal dato— era todo pura invención.

De hecho, un metaanálisis del Instituto Johns Hopkins de Economía Aplicada y Salud Global basado en más de 1.000 estudios afirma que «los confinamientos no redujeron la mortalidad de modo significativo ni son, por tanto, una manera eficaz de reducir la mortalidad durante una pandemia (…)»[11], calificando sus efectos colaterales de «devastadores» y concluyendo que «deberían ser rechazados como instrumento de control de una pandemia»[12]. Esta conclusión está en línea con lo que afirmaba la propia OMS en el 2006: «La experiencia de la pandemia de gripe de 1918 (la “gripe española”) indica que las medidas de distanciamiento social no detuvieron la transmisión del virus»[13].

Mascarillas inútiles impuestas por inútiles

Del mismo modo, tres años de grotescas imposiciones de mascarillas no impidieron que el virus circulara libremente, mientras que donde no fueron obligatorias, como en Suecia, el exceso de mortalidad fue inferior a la media. La eliminación de las mascarillas tampoco provocó un aumento de casos. En marzo del 2021 —dos años antes que España— Texas (29 millones de habitantes) declaró la vuelta a la normalidad, eliminó las mascarillas y todo tipo de restricciones; abrieron negocios, colegios y universidades y se prohibió el pasaporte sanitario. Sólo el 7% de la población estaba vacunada. ¿Qué ocurrió? Nada.

Ya en octubre de 2020, el Dr. Ladapo, profesor de Medicina de la UCLA y hoy responsable de Sanidad de Florida (22 millones de habitantes), advertía en el Wall Street Journal de la farsa de las mascarillas: «Las mascarillas son una distracción: el virus se propaga inevitablemente»[14]. El tiempo le daría la razón.

La evidencia científica sobre su utilidad siempre brilló por su ausencia. Un estudio Cochrane (máxima fiabilidad estadística) había concluido a principios de 2020 que «llevar una mascarilla quirúrgica supone poca o ninguna diferencia (…) en comparación con no llevarla»[15], y una revisión de 2023 seguía sin encontrar «ninguna reducción clara de la infección vírica respiratoria con el uso de mascarillas quirúrgicas (…) o las N95/P2»[16]. Incluso la OMS afirmaba al principio de la epidemia que «no hay evidencia sobre la eficacia de las mascarillas en personas no enfermas, y las mascarillas de tela no están recomendadas en ninguna circunstancia».

Ensayos controlados aleatorios posteriores tampoco encontraron evidencia de su eficacia[17], como tampoco se encontró prueba alguna «de que la obligatoriedad de mascarillas del personal sanitario repercutiera en la tasa de infección hospitalaria»[18]. A pesar de ello, nuestra clase política ha seguido tomándonos el pelo al reinstaurar la mascarilla en hospitales para combatir la gripe estacional.

Especialmente sangrante fue el maltrato sufrido por los escolares cuando «los datos científicos no apoyaban el enmascaramiento de los niños para la protección contra el covid»[19], según un estudio reciente. Otro, realizado en Cataluña (ambos publicados en el British Medical Journal), tampoco encontró «diferencias significativas en la transmisión del SARS-CoV-2 debido al mandato de portar mascarillas en las escuelas»[20].

Vacunas innecesarias, ineficaces y peligrosas

Se sorprendía ese gran médico y sabio español del s. XX que fue Gregorio Marañón de «la fuerza que tienen los medicamentos en la credulidad de los hombres», y añadía: «antes sabíamos cuál era el remedio sancionado por un principio científico y empírico y cuál la droga inventada por los farsantes. Ahora los procesos terapéuticos más inadmisibles aparecen envueltos en el ropaje de la ciencia con la garantía de profesores y con la firma de laboratorios concienzudos»[21]. En este sentido, el programa de vacunación universal covid con productos que probablemente hayan sido los más mortíferos en la historia de la Medicina ha constituido el mayor escándalo de salud pública de la Historia.

Su implementación se basó en la exageración interesada de la mortalidad del covid, en la presión social, en la negación del poder de la inmunidad natural tras pasar la enfermedad y en el bombardeo de historias de terror, que hizo creer a la población que la enfermedad era mucho más peligrosa de lo que en realidad era.

Sin embargo, desde el mismo 2020 se disponía de tablas de letalidad bastante certeras que centraban la peligrosidad del virus en ancianos[22] y personas con cuatro comorbilidades muy concretas. Esto no fue óbice para que Bill Gates afirmara con enorme cinismo, en 2022, que «al principio no entendíamos que el covid tenía una letalidad bastante baja y que sobre todo afectaba a los ancianos, de modo similar a la gripe»[23]. Al engaño sobre la peligrosidad real del virus hay que añadir otro: nos dijeron que las “vacunas” evitaban el contagio y la transmisión y que detendrían la epidemia si alcanzábamos «inmunidad de rebaño» vacunal. No era cierto.

La realidad era que el covid tenía menor gravedad que la gripe en niños y era estadísticamente leve en jóvenes y adultos sanos hasta cierta edad, que la inmunidad natural otorgaba una protección muy superior a la vacunal y que las “vacunas” no impedían el contagio ni la transmisión. Respecto a su escasa efectividad (en ocasiones, negativa), en el primer trimestre del 2022 el 81% de los hospitalizados por covid en España y el 84% de los fallecidos eran personas perfectamente vacunadas, según datos oficiales del Ministerio de Sanidad[24], datos congruentes con los de otros países y con docenas de estudios publicados.

Desde el punto de vista del paciente, las experimentales vacunas y terapias genéticas contra el covid no cumplían ninguno de los requisitos exigidos para toda vacuna: no eran necesarias (para la inmensa mayoría de la población) ni eficaces ni seguras. Sin embargo, desde el punto de vista de las empresas farmacéuticas cumplían el único requisito importante: el del beneficio. Acabarían convirtiéndose en el medicamento más lucrativo de la Historia.

Sus efectos adversos han sido silenciados por la omertá del contubernio político-mediático-farmacéutico, pero están bien documentados[25]. A la muerte súbita de niños, jóvenes y adultos sanos (con un inexplicado exceso de mortalidad estadísticamente significativo), hay que sumar graves efectos isquémicos y cardiovasculares, como ictus, trombosis, embolia pulmonar, miocarditis y pericarditis, fibrilación atrial, angina de pecho y arritmias[26], efectos oculares, dermatológicos, inmunitarios y neurológicos, como mielitis transversa aguda, herpes zoster, desórdenes menstruales[27] y una reducción de fertilidad masculina[28]. Algunos estudios han identificado el mecanismo que explicaría la potencial relación causal directa entre las vacunas ARNm y enfermedades neurodegenerativas, miocarditis, trombocitopenia, parálisis de Bell, enfermedad hepática, alteración de la inmunidad adaptativa, daños en el ADN y cáncer[29], llegando un oncólogo a denominar las dosis de refuerzo «bombas de relojería tumorales»[30].

Nada funcionó salvo la dictadura, y ahora quieren perpetuarla

Durante el covid nos robaron nuestra libertad, nos mintieron constantemente[31] y tomaron medidas tan dañinas como inútiles. Pues bien, lejos de entonar un mea culpa, la OMS y sus poderes fácticos, con el apoyo del Foro Económico Mundial de Davos[32], quiere aprobar un Tratado de Pandemias que les permita repetir el experimento de forma recurrente. Las negociaciones se están llevando con sigilo manteniendo un silencio de radio para que la población se entere sólo del hecho consumado. En la segunda parte de este artículo explicaremos cómo pretenden instaurar una dictadura sanitaria global que debemos impedir a toda costa.

[12] Ibid.
[13] Ibid.
[21] Dr. Gregorio Marañón, de Longinos Solana, Ed. Monte Carmelo, p. 135.
[26] Ibid.

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