viernes, 15 de diciembre de 2023

ANATOMÍA PATOLÓGICA DE UNA DEMOCRACIA (I)



La situación de disfuncionalidad a la que ha llegado nuestra democracia, coadyuvada por la degradación moral e intelectual a la que tanto ha contribuido nuestra clase política y periodística en las últimas décadas, obliga a analizar las razones de fondo de la crisis que nos arrastra a un abismo político de imprevisibles consecuencias. Para ello, debemos intentar distinguir entre los síntomas y la enfermedad.

Sin duda, el síntoma más inmediato y preocupante es un partido político (el PSOE) entregado a una agenda subversiva y un presidente de gobierno, firmemente jaleado por su partido, que debería ser incapacitado por su clara psicopatía o llevado ante los tribunales por el autogolpe de Estado en marcha y por su traición a los intereses generales de la nación que prometió defender.

El segundo síntoma es la degeneración de un Tribunal Constitucional que parece haberse transformado en un mero apéndice del Congreso al servicio del gobierno y cuyas últimas sentencias, votadas con rodillo y rayando en la prevaricación, muestran que la institución, de mano de los criterios impúdicamente partidistas de su presidente, se ha viciado de tal modo que, a todos los efectos, ya no existe como tribunal de garantías. Esta gravísima pinza entre dos yonquis del poder —uno con ínfulas de estadista y el otro con ínfulas de jurista— deja al país inerme ante inconstitucionalidades palmarias y, por tanto, sin barniz alguno de Estado de Derecho, es decir, sin más ley que la fuerza bruta impuesta por la voluntad despótica de la mayoría parlamentaria. La Constitución ya no rige.

El desequilibrio mental del presidente del gobierno, aparente desde un principio[1], se ha ido manifestando de forma creciente con el paso de los años. Esto debería alarmarnos, mas no sorprendernos, pues el peligro del poder radica no sólo en su potencial corruptor de la moral y de la capacidad de juicio, como tan bien reflejó Tolkien en su metáfora del Anillo Único, sino en el hecho de que atrae al psicópata como un imán al hierro. En palabras de Robert Hare, el experto que estandarizó la prueba de diagnóstico de la psicopatía, “aunque muchos políticos sean simplemente mentirosos sin ser forzosamente psicópatas, la política es un medio fantástico para que se desarrollen los psicópatas, el mejor ambiente, el ideal”. De hecho, la historia está repleta de gobernantes psicópatas que ejemplifican la patología del poder, tema recurrente en mis artículos desde hace años[2].

Quizá uno de los más conocidos sea Calígula, de quien el historiador romano Suetonio dibujó un detallado perfil psicológico hace casi dos milenios. En efecto, en su megalomanía Calígula no sólo destruía todo aquello que cuestionara su voluntad, sino que llegaba a rivalizar con los personajes ilustres del pasado —cuyas efigies demolía— e incluso con el mismo dios Júpiter, con cuya estatua conversaba entre susurros de tú a tú y en tono amenazador: «O me derribas tú a mí, o yo a ti». A los jurisconsultos les impedía dar resolución alguna que no considerara que el Derecho era simplemente «él mismo». Proclive a filias y fobias muy acusadas, «con su malignidad, soberbia y sadismo de palabras y obras atentaba contra todos» mientras beneficiaba «hasta extremos demenciales» a sus favoritos. Esta bipolaridad, propia de mentes perturbadas, se reflejaba también en «dos vicios totalmente opuestos: una desmesurada insolencia y, por el contrario, un miedo excesivo». Menos conocido quizá es el desastre económico que provocó, pues «superó con sus despilfarros la imaginación de todos los manirrotos existentes hasta entonces y, necesitado de dinero, se dedicó a robarlo empleando los más sofisticados y variados impuestos, nuevos e inauditos». Al menos Calígula «era consciente de la enfermedad de su mente».

Los inquietantes efectos que provoca la patología del poder en perfiles psicopáticos explican las contradicciones sobre las que el presidente del gobierno cabalga a lomos de su sectarismo, contradicciones que a ojos de personas normales rechinan como una uña arañando una pizarra. Así, a la vez que propone olvidar delitos muy recientes como los asesinatos de ETA o el golpe sedicioso catalán del 2017, mantiene vivo el revanchismo de una lejana Guerra Civil perdida hace casi un siglo y cuya versión maniquea no admite amnistía alguna para “los otros”, sino una condena peor que la cadena perpetua, pues persigue más allá de la tumba. Del mismo modo, mientras ensalza el diálogo “con todos” crea un apartheid que excluye a la oposición y a la mitad de la población que la ha votado, a la que detesta.

Merece la pena detenerse un poco más en el perfil psicológico de Sánchez. Su abuso de la mentira y su cinismo crónicos son comportamientos típicos del psicópata, que se sonríe ante la estupefacción que provocan sus quiebros y requiebros, sus traiciones y su permanente transgresión de toda norma. Simultáneamente, vive en una tensión constante entre la imagen que intenta trasladar a la opinión pública de moderación y sonrisa y su verdadera naturaleza, que reprime sin cesar. Sin embargo, sus actos (y a veces sus rictus) le traicionan y muestran al desnudo su matonismo pendenciero, su carácter despreciativo y vengativo, su agresividad y sectarismo, su amor a la confrontación y su naturaleza profundamente divisiva, que huye de la concordia como el vampiro del agua bendita y sólo busca la destrucción del adversario. Finalmente, su estilo provocador, típicamente narcisista, tiene como objetivo buscar el eco admirativo de su espejito mágico, pero también logra hundir en el estupor y la desmoralización a la oposición, que ve que no aplica regla moral o lógica alguna. Así, cuando al juez injusto se le otorga la medalla de la justicia, al más violento, la medalla de la paz, y al mentiroso patológico, la medalla de la verdad, la población termina desensibilizada, embotada, aturdida, carente de referencias y sin capacidad de reacción, tan anulada como un elástico dado de sí, como un muelle que se deforma y pierde su elasticidad o como un tornillo pasado de rosca.

La psicopatía de Sánchez alcanza su paroxismo con la inversión de conceptos que tan bien definió Shakespeare en Macbeth como característica de lo maligno, palabra que no utilizo a la ligera. Así, al igual que en sus admiradas tiranías bolivarianas, es el gobierno el que acorrala, persigue y controla a la oposición y no la oposición la que controla al gobierno. La mentira es verdad, y la verdad, mentira; la trampa es juego limpio, y el juego limpio, estupidez; la desigualdad ante la ley es convivencia, el agredido debe pedir perdón al agresor, los asesinos son hombres de paz y los manifestantes pacíficos, personas violentas. Y, naturalmente, el ejercicio del poder no sujeto a la ley, arbitrario, mentiroso e irrestricto no es antesala de la tiranía, sino democracia.

No obstante, debemos esforzarnos por trascender los juicios personales, por justos que éstos sean, y tratar de comprender los fallos de un sistema que permite que determinados individuos se adueñen del poder y sean capaces de hacer tanto daño. En este sentido, la alarmante situación que atraviesa España no es fruto de la sorpresa con la que cae un rayo en un día soleado, sino el desencadenamiento de una tormenta que comenzó a formarse desde el momento en que se aprobó la Constitución, un texto lleno de ambigüedades, contradicciones y carencias, una «improvisación constante», como me reconoció hace tiempo uno de sus “padres”, asombrado con su posterior mitificación.

El objetivo más importante de una Constitución, esto es, la limitación del alcance del poder para evitar que la mayoría tiranice a la minoría, no se cumplió. Con todos sus méritos históricos en medio de dificultades que es fácil infravalorar a toro pasado, lo cierto es que no supo arbitrar un eficaz equilibrio de poderes ni concebir instituciones verdaderamente independientes. Entre otras cosas, hizo casi impracticable la imprescindible separación de poderes, de modo que la distinción entre el ejecutivo y el legislativo se limitó a tapizar de distinto color los asientos del Congreso (azul y rojo) y la independencia del judicial quedó seriamente mermada. Esto se confirmó cuando el Tribunal Constitucional dictaminó que la reforma del sistema de elección de jueces impulsada por el PSOE en 1985 (y mantenida por el PP con mayoría absoluta) era perfectamente constitucional a pesar de castrar dicha independencia de modo flagrante. Por tanto, la Constitución contenía ya el germen de su autodestrucción al permitir una peligrosa concentración de poder en la figura de un solo individuo, el presidente de gobierno. De este modo, la cuenta atrás de la demolición del edificio constitucional, cuyo tictac es hoy perfectamente audible, comenzó en realidad en 1978 y fue acelerada por la partitocracia que aquél instauró. Décadas de abuso por parte de los dos grandes partidos políticos en su afán colonizador del poder total hicieron el resto. Como observara Julián Marías, la Constitución no creó unos partidos para el Estado, sino un Estado para los partidos, y los parásitos han acabado controlando al huésped.

En paralelo a las deficiencias de su texto constitucional, España se ha visto enormemente debilitada por un pensamiento histórico casi hegemónico que ha retratado la Historia de España como un período oscuro que no vio el amanecer hasta 1978. Esta creencia ha logrado carcomer nuestra identidad nacional y socavar nuestra autoestima, ha dado la razón al argumentario nacionalista y ha transformado los cimientos de una nación milenaria en unos pies de barro. Así, hemos llegado a cuestionar la propia existencia de España (que no del “Estado español”) y ninguneado sus hazañas, algunas sin paragón, culminando con un Himalaya de falsedades (en acertada expresión de Julián Besteiro) sobre lo acontecido en el último siglo, desde la Segunda República a la dictadura de Franco, desde la Transición al régimen constitucional del 78, que no ha sido ni mucho menos “el período de mayor paz y prosperidad de nuestra historia”, como repiten sus propagandistas (que no son otros que sus beneficiarios).

Uno de los sesgos de este pensamiento hegemónico es la presunción de radicalidad de la “derecha” frente a una inmaculada izquierda, cuya aura de moderación choca con la evidencia empírica del último medio siglo, en el que la extrema izquierda ha monopolizado la violencia y el asesinato político. Por eso, los medios sólo hablan de la peligrosa ultraderecha y nunca de la peligrosa ultraizquierda, relato que Sánchez ha utilizado hasta la náusea de forma muy eficaz.

La combinación de un débil andamiaje constitucional y de un déficit de cultura política e histórica ha abonado la llegada al poder de un psicópata armado con dinamita y dispuesto a encender la mecha entre carcajadas enloquecidas, abocándonos a una situación límite: en el último medio siglo, nunca habíamos estado tan cerca de la ruptura de la convivencia y de la tiranía. Sin embargo, cabe preguntarse si, más allá de las peculiaridades del caso español, existen elementos que permitan hablar de una crisis sistémica de las democracias occidentales, en distinto grado. ¿Son las elecciones un fraude si el candidato miente como un bellaco sobre sus verdaderas intenciones? ¿Cómo evitar que el pueblo elija a un tirano, como ha ocurrido repetidas veces a lo largo de la historia, e impedir que éste disponga de tanto poder de destrucción? Un sistema político ideal busca preservar la libertad y la dignidad del hombre, el orden social, la tolerancia en el pluralismo, el imperio de la ley y la justicia, cuyo fruto es la paz. ¿Están lográndolo las democracias occidentales del s. XXI o, en palabras de Hans-Hermann Hoppe, hemos idolatrado a un dios que nos ha fallado?

En la segunda parte de este artículo trataré de responder a estas preguntas, pues del diagnóstico acertado de la situación depende, nada más y nada menos, el futuro de nuestra libertad. La gravedad de lo que nos jugamos hace que ya no quepa ocultarse tras las caretas e imposturas exigidas por la etiqueta de la corrección política. Diagnostiquemos, por tanto, con realismo y sin miedo la patología de nuestro sistema político, único modo de curarla.

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